Son muchos los que ahora, subidos en la ola triunfalista, analizarán a este argentino en Nueva York por lo que es: el típico canchero argentino, un poco atorrante y querible. Alguien que se enorgullece en quebrar las reglas porque es la “típica picardía criolla”.
Hay un chiste que se cuenta: Si un argentino se quiere suicidar, lo único que tiene que hacer es subir a su ego y tirarse desde ahí.
Hay otro: para construir un Uruguayo, Dios utilizó barro, arcilla, agua y un poco de mierda... pero no mucha, porque si no sale un Argentino.
Ya sabemos: somos los más inteligentes del mundo. Nuestras minas son las más lindas. Si podés cagar a alguien casi que tenés la obligación moral de hacerlo. ¿Esfuerzo? ¿Qué es eso? ¡El más vivo es que el consigue las cosas por izquierda! Y todo se puede arreglar en cinco minutos tomando un café.
Todos estos valores los representa cabalmente en su personaje mediático el actor Guillermo Franchella.
Del Potro es todo lo contrario: humildad, sacrificio, esfuerzo, valentía, ansias de superación.
Pero Del Potro no es el típico argentino.
Podrá compartir su triunfo con todos los argentinos que miramos tenis y los que no. Pero Juan Martín es como Manu Ginóbili: no es el arquetipo de argentino medio que representa tan bien Franchella.
Y su triunfo es de él. El US Open lo ganó él solito. No ganó Argentina, ni el tenis argentino. Ganó Juan Martín Del Potro. Él y su equipo y su familia. Y se lo ganó a Federer, un tipo tocado por la varita mágica que labura como si no tuviera talento. Vale muchísimo más así.
Una buena tenía que haber, entre tantas pálidas de River y la Selección.
Este post es una respuesta a todas las crónicas que se podrán leer estos días sobre el triunfo de Juan Martín: un campeonazo al que querrán presentar como héroe y modelo a seguir. Una manera de vendernos humo. Los argentinos promedio no somos como Del Potro. Somos más parecidos al personaje de Franchella. ¿O no, Pepe?
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